Renunciar no es irse del trabajo, es irse del jefe

Por: Paul Estrella

Hay una escena que me persigue cada cierto tiempo, generalmente cuando estoy sentado en algún aeropuerto esperando un vuelo atrasado —tal vez sea coincidencia, o simplemente mi subconsciente tratando de decirme algo—. Me veo a mí mismo repasando mentalmente mis últimos trabajos, como quien hojea un álbum viejo de fotos: ahí están las conversaciones improvisadas con colegas que se volvieron amigos, las risas frente a crisis que hoy ya no duelen, las pequeñas victorias que sostienen la frágil sensación de estabilidad.

Curiosamente, esos recuerdos nunca son del trabajo en sí. Son de la gente. De las circunstancias. De esa normalidad extraña que uno va tejiendo entre tareas, planes, y cafés apurados. Y sin embargo, cuando busco los puntos de quiebre —los verdaderos motivos por los que decidí levantar campamento— casi siempre llego a la misma conclusión: yo no renuncié al empleo, renuncié al jefe.

Hace unos años trabajé con un jefe francés. Y no me refiero al cliché romántico del cine; hablo de un hombre que, literalmente, no hablaba mi idioma. Nos reuníamos en esa tierra neutral que es el inglés, que a veces funciona como puente y otras veces como frontera. Porque hablar inglés no es entenderse; los matices culturales son como interferencias en la radio: todo suena, pero no todo llega claro.

Él, desde su realidad europea, no comprendía por qué los latinoamericanos somos como somos en los negocios. Yo trataba de explicarle —sin éxito— que aquí negociar es casi un deporte extremo, que el “¿y no era gratis?” viene incluido en el ADN comercial de la región, y que competir con precios hechos en Canadá o Francia contra un mercado acostumbrado a la manufactura china es un poco como entrar con una espada a una pelea de misiles.

Con el tiempo aprendí a tenerle aprecio. A la distancia, claro, donde uno ya no está a merced de sus frustraciones. En una ocasión perdió la paciencia y me habló en un tono que hizo que mi voz —normalmente tranquila— se alzara por pura defensa. Ahí supe que la relación tenía fecha de caducidad. Y lo irónico es que, sin que él lo notara, yo mismo contraté a mi reemplazo. Supongo que, cuando sabes que una puerta está por cerrarse, tu subconsciente ya busca la ventana de escape.

Años después, cuando intenté fallidamente cursar una maestría, me encontré con un módulo sobre liderazgo. Y recién ahí, como quien encuentra una nota olvidada en un cajón, entendí mejor a mi exjefe. Si él hubiera recordado sus clases, quizá la historia habría sido distinta. O quizá la realidad cultural lo habría devorado igual. Quién sabe.

El caso más reciente fue distinto, más íntimo si se quiere. Antes de trabajar en esta empresa yo ya era amigo de mi empleador. Y la confianza, tan útil para la amistad, conspiró contra el respeto necesario para trabajar en paz.

Las pequeñas empresas suelen moverse en modo caos permanente. Si al caos le sumas micro–managing y una pizca de soberbia, tienes la receta perfecta para que nada funcione. Al principio me escuchaban con atención —o al menos eso parecía—, pero pronto descubrí que ser directo no siempre es bien recibido. Algunos líderes necesitan sentir que todas las buenas ideas nacen de ellos; las ideas ajenas deben entrar agachadas, por la puerta lateral.

El punto de quiebre fue una llamada de atención irrespetuosa frente a otros. Bastaba con preguntarme, o siquiera pedirme que lo hiciera “a su manera”. Después de ese día seguí trabajando, claro, pero ya en piloto automático. Cuando uno empieza a buscar pasajes —aunque sea de manera imaginaria— ya está más fuera que dentro. Un segundo regaño selló la decisión.

A veces me pregunto si en realidad cambiaron ellos o cambié yo. Antes de entrar al mundo de la tecnología trabajé en construcción y petróleo, entornos donde el trato rudo es parte del paisaje. Allí uno desarrolla una piel gruesa y un lenguaje que en oficinas más tranquilas suena como trueno en sala de espera.

Pero en tecnología la gente no responde a las mismas chispas. Los ritmos son otros, las urgencias también. Descubrí que no todos funcionan con la adrenalina de un cierre de válvula o un tubo que no calza. Y también entendí que, si el trabajo de por sí rara vez coincide con nuestra pasión, la figura del jefe puede ser la diferencia entre soportarlo o huir en silencio.

¿Qué hacer entonces como jefe? Creo que empieza por algo tan simple —y tan olvidado— como conocer a tu colaborador. No su cargo: a él. Sus objetivos, sus ambiciones, sus temores, lo que no domina, lo que lo motiva. Y a partir de ahí crear una relación donde no tengas que decirle siempre cómo hacer algo, sino qué misión cumplir. Cuando la misión es clara, la gente avanza.

He tenido pocas personas a mi cargo, apenas tres en los últimos años, pero siguen conmigo. No porque yo sea un gurú, sino porque aprendí a entender sus ritmos, cuándo motivar, cuándo apretar, cuándo soltar. Y también aprendí que la perfección no es un requisito; los procesos claros sí lo son. Pedirle a alguien que venda sin darle información es obligarlo a improvisar, y la improvisación constante no retiene a nadie.

Al final, sigo creyendo lo mismo que pensé en aquel aeropuerto:
uno no renuncia al trabajo; uno renuncia a los jefes.

Y quizá, solo quizá, algún día aprendamos a no fabricarlos tan mal.

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